Esta noche hemos ido, con una hermosa luna, al Coliseo; yo creía que íbamos a experimentar sensaciones de dulce melancolía. Pero es cierto lo que nos había dicho M. Izimbardi: este clima es tan bello, emana tal voluptuosidad, que hasta la luna pierde aquí toda tristeza. La luna, con su tierna emoción, se encuentra a orillas del Windermere (lago del norte de Inglaterra). Daban las doce de la noche, el custodio del Coliseo estaba advertido y nos abrió; pero se empeñaba en seguirnos: es su deber. Le rogamos que fuera a buscarnos a la próxima hostería unos bocalli de vin buono.
El espectáculo de que gozamos, una vez solos en este inmenso edificio, resultó lleno de magnificencia, pero en modo alguno melancólico. Era una gran y sublime tragedia y no una elegía. Fue muy bien ejecutado el sublime quartetto de Bianca e Faliero (de Rossini), sin que pudiéramos desprendernos de las imponentes imágenes que nos asediaban. La luna era tan clara, que pudimos leer más tarde unos versos de lord Byron:
“Veo al gladiador tendido ante mí, apoyado en la manos. –Su mirada viril consiente en morir; pero triunfa de la agonía, y su cabeza inclinada cae gradualmente al suelo. –De la extensa herida, se escapan lentamente las últimos gotas de sangre; van cayendo pesadas, una a una, como las primeras gotas de una lluvia de tormenta; se le nublan los ojos expirantes; ve girar en torno suyo el gran teatro y todo el público; muere al fin, y la aclamación resuena todavía saludando al despreciable vencedor; el vencido oyó ese griterío y lo ha despreciado. –Sus ojos estaban en su corazón, y su corazón está muy lejos. No piensa ni en la vida que pierde ni en el precio del combate. Piensa en su cabaña salvaje adosada a una roca, a orillas del Danubio; allá, mientras él muere, sus niños juegan entre ellos; la madre los acaricia, y él, el padre, es muerto a sangre fría, para ofrecer un día de fiesta a los romanos. Todos sus pensamientos se le va con la sangre. -¿Morirá, sin venganza? -¡Levantaos, germanos, y saciad vuestra ira!”
Eran cerca de las dos de la mañana cuando dejamos el Coliseo.
Lo escribe nuestro autor el día 28 de noviembre de 1828. Se encuentra en las páginas 457 a 460 de la edición que venimos siguiendo.
Fotografía tomada del blog Emilio Fatuzzo.