jueves, 8 de enero de 2015

8 de enero de 1828 (plaza del Capitolio)



Después de procurar figurarnos lo que era el Capitolio antiguo, volvimos al pie de la estatua de Marco Aurelio. Ocupa el centro de la pequeña plaza en forma de trapecio dispuestas por Miguel Ángel en el Intermontium. Fue Paulo III (Farnesio) quien, en 1540, hizo construir los dos edificios laterales, que me parecen desprovistos de carácter, aunque sean de Miguel Ángel. En un lugar como éste hacían falta dos fachadas de templos antiguos. Nada podía resultar demasiado majestuoso y demasiado severo, y Miguel Ángel parecía hecho a propósito para tal misión. Paulo III reformó la fachada del Palacio del Senador Romano que ocupa la pendiente del monte Capitolino hacia el Foro.


Fue también Paulo III el que hizo trasladar aquí, desde la plaza que ocupaba cerca de San Juan de Letrán, la admirable estatua ecuestre de Marco Aurelio Antonino. Es la mejor estatua ecuestre en bronce que nos ha quedado de los romanos. Las admirables estatuas de Balbo, en Nápoles, son de mármol. Por la expresión, la admirable naturalidad y la belleza del dibujo, la estatua de Marco Aurelio es lo contrario de las que nuestros escultores nos dan en París. Por ejemplo, el Enrique IV, del Pont Neuf, no parece tener otro pensamiento que el de no caerse del caballo. Marco Aurelio está tranquilo y sencillo. No se cree en modo alguno obligado a ser un charlatán, habla a sus soldados. Se ve su carácter y casi lo que está diciendo.

Las gentes un poco materialistas que se pasan el día entero emocionadas únicamente por el placer de ganar dinero o por el miedo de perderlo preferirán el Luis XIV al galope, de la Place des Victoires. Aunque yo no quisiera pasar la vida con esa clase de gentes, confesaré sin dificultad que tienen completa razón. La acción valerosa que ellos realizan es la base del buen gusto: alabar valientemente lo que nos gusta; de aquí mi admiración por M. Simond, de Ginebra, que se burla del Juicio Final, de Miguel Ángel. [...]

La patria de Voltaire, de Moliere y de Courier es desde hace mucho tiempo la ciudad de la inteligencia;pero el país entre el Loira, el Mosa y el mar no puede sentir las bellas artes. ¿Por qué? Ama lo bonito y odia la energía.

¿De donde proviene este odio? Acaso de que los nervios están a tensión diferente dos o tres veces al día por un clima demasiado variable. ¿Quién puede gustar de Correggio, en París, cuando hace un viento del nordeste? Esos días hay que leer a Bentham y a Ricardo.

De los tres edificios que decoran el Capitolio moderno, el que aparece de frente es el Palacio del Senador de Roma, construido hacia 1390 por el papa Bonifacio IX sobre los cimientos del tabularium de Catulo.

En 1390 no se pensaba apenas en lo bello; antes de pensar en vivir agradablemente hay que estar seguro de vivir. Bonifacio IX quería construir una fortaleza. Por la misma época, o un poco antes, el Coliseo servía dc castillo fortificado a los Annibaldi. El Arco de Triunfo de Jano Cuadrifronte, esa admirable tumba de Cecilia Metella que hemos visto en el campo, junto a la carretera de Albano, y otros muchos monumentos antiguos eran empleados como fortalezas.

El primer paso que da la inteligencia del viajero que ama las ruinas (o sea el viajero cuya alma un poco melancólica se complace en hacer abstracción de lo que existe y en figurarse todo un edificio tal como se le veía en otro tiempo, cuando lo frecuentaban unos hombres vestidos de toga), el primer paso que da una mente así, es distinguir los restos de los trabajos de la Edad Media, emprendidos hacia 1300 para servir de defensa, de lo que fue construido mas antiguamente para dar la sensación de lo bello; pues los hombres de nuestras razas europeas, en cuanto tienen pan y un poco de tranquilidad, se enamoran de esta sensación de lo bello.

Con ayuda de las pocas columnas que subsisten aún en unas ruinas, nos imaginamos lo que era el monumento antiguo. Cada pequeño detalle de lo que queda hace una revelación. Mas, para oír la voz de la verdad, que en este caso habla tan bajo, no hay que estar aturdido por las declamaciones y el Febo del espíritu de sistema. Las personas que no han nacido para esta clase de sensaciones encuentran frío todo lo que es razonable.


Como al visitar hoy el Capitolio moderno buscábamos placeres de arquitectura, no hemos entrado en los museos (abiertos dos veces por semana, jueves y lunes) nada más que para comprobar que en el edificio de la izquierda del espectador están el Gladiador moribundo, la Venus del Capitolio, el busto de Bruto y otras obras maestras que hemos visto en París (las cabezas romanas tienen una prominencia encima de las orejas: es la actividad militar).

En el edificio de la derecha, que se llama el Palacio de los Conservadores, se ve una estatua de Julio César, que pasa, con razón, por ser el único retrato reconocido que existe en Roma de este hombre célebre. Muy cerca de él esta el busto de Cimarosa que el cardenal Consalvi, amigo de este hombre célebre, encargó a Canova. Pero este busto esta colocado de manera que no se puede ver. Los señores directores de los museos de Roma merecen la palma del ridículo, incluso en perjuicio de los  de Florencia, que no permiten a los curiosos llevar un abrigo en invierno en su galería glacial.

Es lo que escribe nuestro autor el 8 de enero de 1828. En las páginas 173 a 176 de la edición en español que seguimos.

Lás imágenes proceden de la web de los Museos Capitolinos (Dibujo de la plaza), de la Wikipedia (Venus) y del autor del blog (ecuestre de Marco Aurelio).

lunes, 10 de noviembre de 2014

10 de noviembre de 1827 (Italia tiene siete u ocho centros de civilización)


[...] Italia tiene siete u ocho centros de civilización. El acto más sencillo se realiza de una manera completamente diferente en Turín y en Venecia, en Milán y en Génova, en Bolonia y en Florencia, en Roma y en Nápoles. Venecia, a pesar de las desventuras inauditas que van a aniquilarla, tiene la franca alegría; Turín, la biliosa aristocracia. La bondad milanesa es tan célebre como la avaricia genovesa. Para ser considerado en Génova, es preciso no gastar más que la cuarta parte de la renta,
y, si se es viejo y rico, jugar malas pasadas a los hijos; por ejemplo, introducir en sus contratos de bodas cláusulas insidiosas. Pero en este mundo todo está lleno de excepciones. La casa de Italia donde con más gracia se recibe a los extranjeros es la del señor marqués de Negro, en Génova. La situación de la Villetta, parque de este simpático hombre, es única por lo bella y pintoresca; y he conocido aquí un médico célebre que se enfada cuando los ingleses quieren pagarle una visita. A pesar de este rotundo contraste, no por esto deja de ser Génova la ciudad de la avaricia; diríase una pequeña ciudad del mediodía de Francia.

Los boloñeses son fogosos, apasionados, generosos y, a veces, imprudentes. En Florencia, hay mucha lógica, mucha prudencia y hasta mucho ingenio; pero en mi vida he visto hombres más exentos de pasiones; hasta el amor es aquí tan poco conocido, que el placer ha usurpado su nombre. Las pasiones grandes y profundas residen en Roma. En cuanto al napolitano, es esclavo de la sensación del momento; tan lejos está de acordarse de lo que sentía ayer, como de prever el sentimiento que le
agitará mañana. Creo que no se encontrarían en los dos extremos del universo unos seres tan opuestos y que se entiendan tan poco como el napolitano y el forentino.

Son más alegres los de Siena, que está sólo a seis leguas de Florencia, mientras que los de Arezzo son apasionados. En Italia, todo cambia cada diez leguas. En primer lugar, las razas son diferentes. Imaginemos dos islas del mar del Sur pobladas, por azar, de perros lebreles y de barbudos; una tercera está llena de épagneuls; una cuarta, de perrillos mopses ingleses. Las costumbres son diferentes. (gracias a lo exagerado de la comparación, captaréis todo el alcance de la diferencia que la experiencia pone entre el flemático holandés, el oriundo de Bérgamo, medio loco por la extremada viveza de sus pasiones, y el napolitano, medio loco por la impetuosidad de la sensación del momento.

Mucho antes de los romanos, Italia estaba dividida en veinte o treinta poblados, no sólo extraños los unos a los otros, sino enemigos. Estos estados, conquistados más o menos tarde por los romanos, conservaron sus costumbres y probablemente su lenguaje. Recobraron su individualidad cuando la invasión de los bárbaros, y reconquistaron su independencia en el siglo IX, cuando la creación de las célebres repúblicas de la Edad Media. Así, el efecto de la diferencia de las razas ha sido forti?cado por los intereses políticos.

¿Cinco o seis pequeños detalles de costumbres hubieran mostrado más claramente lo que he procurado indicar con estas frases tan graves?.

Es lo que escribe nuestro autor en la susodicha fecha en las páginas 103 a 105 de la edición que seguimos.

lunes, 18 de agosto de 2014

El Coliseo (18 de agosto)




La opinión corriente es que Vespasiano hizo construir
el Coliseo en el lugar donde estaban antes los estanques
y los jardines de Nerón; era aproximadamente el centro
de la Roma de César y de Cicerón. La estatua colosal de
Nerón, en mármol y de ciento diez pies, fue colocada
cerca de este teatro; de aquí el nombre de Colosseo.
Otros pretenden que este nombre viene de la extensión
sorprendente y de la altura colosal de este edificio.

Como nosotros, los romanos tenían la costumbre de
celebrar con una fiesta la inauguración de una casa nueva;
un teatro se inauguraba con un drama representado
con una pompa extraordinaria; una naumaquia, con un
combate de barcas; con carreras de carros, y sobre todo
con luchas de gladiadores, se celebraba la inauguración
de un circo; la caza de animales feroces, señalaba la
 fundación de un anfiteatro. Tito, como hemos visto,
presentó el día de la apertura del Coliseo un número enorme
de fieras que fueron muertas todas. ¡Qué dulce placer
para los romanos! Si nosotros no sentimos este placer
tenemos que agradecérselo a la religión de Jesucristo.

El Coliseo está construido casi por entero con bloques
de travertino, una piedra bastante fea llena de agujeros
la toba y de un blanco tirando a amarillo. La traen de
Tívoli. El aspecto de todos los monumentos de Roma
sería mucho más agradable al primer golpe de vista si
los arquitectos hubieran tenido a su disposición la bella
piedra empleada en Lyon o en Edimburgo, o bien el mármol
con el que están haciendo el Circo de Pola. (Dalmacia).

Sobre los arcos de orden dórico del Coliseo se ven números
antiguos; cada arco servía de puerta. Numerosas escaleras
a los pórticos superior y a las gradas. Así, en pocos instantes,
cien mil espectadores podían entrar y salir del Coliseo.

Dicen que Tito hizo construir una galería que, partiendo de su
palacio del Monte Esquilino, le permitía ir al Coliseo sin
pasar por las calles de Roma. Debía de desembocar entre los
 dos arcos marcados con los números 38  y 39. [...]

El arquitecto que construyó el Coliseo tuvo el valor de ser
sencillo. Se guardó de recargarlo de pequeños ornamentos
bonitos y mezquinos, como los que estropean el interior del
patio del Louvre. En Roma el gusto público no estaba
viciado por la costumbre de las fiestas y de las ceremonias
de una corte como la de Luis XIV. [...]

A los emperadores de Roma se les había ocurrido la
sencilla idea de reunir en su persona todas las magistraturas
 inventadas por la república a medida de las necesidades del
 tiempo. Eran cónsules, tribunos, etc. Aquí todo es
simplicidad y solidez; por eso las junturas de los inmensos
bloques de piedra, que se ven desde todas  partes, toman
un carácter impresionante de grandiosidad. El espectador
debe esta sensación, que se acentúa más aún en el recuerdo,
a la ausencia de todo pequeño ornamento; toda la atención
 se dedica a la masa de tan y magnífico edificio.


Recreación de la "arena"

La plaza en que tenían lugar los juegos y los espectáculos se
 llamaba arena, por la arena que esparcían en el suelo los
días de juegos. Dicen que esta arena estaba antiguamente
diez pies más baja que hoy. Estaba rodeada de un muro lo
bastante alto para impedir a los leones y a los tigres lanzarse
sobre los espectadores. Esto mismo se ve hoy en los teatros
de madera destinados en España a las corridas de toros. En
este muro había unas aberturas cerradas con verjas de hierro,
por donde entraban los gladiadores y las fieras y se sacaban
los cadáveres.

En Roma, el lugar de honor está sobre el muro que rodeaba
la arena, y se llamaba podium. Desde aquí se podía gozar de
la fisonomía de los gladiadores moribundos  y distinguir los
menores detalles de la lucha. Aquí se hallaban los sitios
reservados a las vestales, al emperador y a su familia, a los
senadores y a los principales magistrados.

Detrás del podium comenzaban las gradas destinadas al
pueblo; estas gradas estaban divididas en tres órdenes
llamados meniana. La primera división contenía doce
 gradas, y la segunda quince; eran de mármol. Las gradas
de la tercera división eran, según se cree, de madera. Hubo
un incendio, y esta parte del teatro fue restaurada por
Heliogábalo y Alejandro. La totalidad de las gradas podía
contener ochenta y siete mil espectadores, y se calcula
que podían colocarse otros veinte mil de pie en los pórticos
de la parte superior, construidos en madera.

Sobre las ventanas del piso más alto se distinguen unos
agujeros en los que se supone que se empotraban las vigas
del velarum. Estas vigas soportaban unas poleas y unas
cuerdas, con las cuales se maniobraban una serie de
inmensas bandas de lona que cubrían el anfiteatro para
preservar a los espectadores del ardor del sol. En cuanto
a la lluvia, yo no concibo muy bien cómo estos toldos
podían preservar de las lluvias torrenciales que caen en
Roma. Edificios comparables a éste en tamaño hay que
buscarlos en Oriente, entre las ruinas de Palmira, de Balbec
o de Petra; pero esos edificios asombran sin gustar. Más
vastos que el Coliseo, jamás nos producirán la misma
impresión. Están construidos según otras reglas de
belleza a las que nosotros no estamos acostumbrados.
Las civilizaciones que han creado esta belleza han desaparecido.

Esos grandes templos altos y huecos de la India o de
Egipto sólo evocan los recuerdos innobles del despotismo;
no estaban destinados a gustar a almas generosas. Diez mil
o cien mil esclavos han muerto de fatiga en esos trabajos
asombrosos.

A medida que conozcamos mejor la Historia antigua,
¡cuántos reyes no encontraremos más poderosos que
Agamenón, cuántos guerreros tan bravos como Aquiles!
Pero estos nuevos nombres carecerán de emoción para
 nosotros. Se leen las curiosas Memorias de Bober,
emperador de Oriente hacia 1340, y después de pensar
en ellas un instante, se piensa en otra cosa.



El Coliseo es sublime para nosotros porque es un vestigio
vivo de esos romanos cuya historia ha llenado nuestra
infancia. El alma encuentra relaciones entre las
grandezas de sus empresas y la de este edificio. ¿Qué lugar
en la tierra vio alguna vez una multitud tan grande y
pompas tales? Al emperador del mundo (¡y este hombre
era Tito!) lo recibían aquí los gritos de alegría de
cien mil espectadores; y ahora ¡qué silencio!

Cuando los emperadores trataron de luchar con la
nueva religión predicada por San Pablo, que anunciaba
a los esclavos y a los pobres la igualdad ante Dios, enviaron
al Coliseo a muchos cristianos a sufrir el martirio. Este
edificio fue, pues, muy venerado en la Edad Media;
por eso no ha sido destruido por completo. Benedicto XIV,
queriendo quitar todo pretexto a los grandes señores que,
desde hacía siglos, mandaban a buscar piedras al Coliseo
como a una cantera, hizo erigir alrededor de la arena
catorce pequeños oratorios, cada uno de los cuales  contiene
un fresco representando un paso de la pasión del Señor. En la
parte oriental, en un rincón de las ruinas, han hecho una
capilla en la que se dice misa; al lado, una puerta cerrada
con llave indica la entrada de la escalera de madera por
la que se sube a los pisos superiores.

Al salir del Coliseo por la puerta oriental, hacia San Juan de Letrán, hay un pequeño cuerpo de guardia de cuatro hombres y el inmenso arbotante de ladrillo, hecho por Pío VII para sostener esta parte de la fachada exterior a punto de derrumbarse.

Luego, cuando el lector se haya aficionado a estas cosas, hablaré de las conjeturas propuestas por los sabios sobre las construcciones encontradas bajo el nivel actual de la arena del Coliseo, cuando se hicieron excavaciones por orden de Napoleón (1810  a  1814). Invito de antemano al lector a no creer en este género más que lo que le parezca probado, cosa importante para sus goces; es inimaginable presunción de los ciceroni romanos.

Es lo que escribe nuestro autor el día 18 de agosto de 1827, en las páginas 53 a 57 de nuestro libro.

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viernes, 15 de agosto de 2014

15 de agosto de 1827 (o Roma en 6 mañanas)*


Mi huésped ha colocado unas flores ante un pequeño busto de Napoleón que hay en mi cuarto. Mis amigos conservan definitivamente sus habitaciones en la Plaza de España, junto a la escalera que sube a la Trinità dei Monti.

Imaginad dos viajeros bien educados corriendo el mundo juntos; cada uno de ellos se complace en sacrificar al otro sus pequeños planes de cada día, y al final, del viaje resulta que se han importunado constantemente.

Cuando los viajeros son varios, si quieren ver una ciudad, pueden convenir la una de la mañana para salir juntos. No se espera a nadie; se supone que los ausentes tienen razones para pasar esa mañana solos.

En el camino se conviene que el que pone un alfiler en el cuello de su levita se hace invisible; y ya no se le habla. En fin, cada uno de nosotros podrá, sin faltar a la cortesía, pasear solo por Italia e incluso volverse a Francia; ésta es nuestra constitución escrita y firmada esta mañana en el Coliseo, en el tercer piso de los pórticos, sobre el sillón de madera colocado allí por un inglés. Por medio de esta constitución esperamos que nos querremos al volver de Italia lo mismo que al ir. [...]

Yo diría a los viajeros: al llegar a Roma, no os dejéis envenenar por ninguna opinión; no compréis ningún libro: demasiado pronto la época de la curiosidad y de la ciencia reemplazará a la de las emociones; alojados en la Via Gregoriana o, por lo menos, en el tercer piso de una casa de la Piazza Venezia, al final del Corso; evitad la vista y, más aún, el contacto de los curiosos. Si al visitar los monumentos por las mañanas tenéis el valor de llegar hasta el aburrimiento por falta de compañía, así fueseis el ser más apagado por la pequeña vanidad de salón, acabaréis por sentir las artes.

En el momento de entrar en Roma, tomad una calesa, 34 según que os sintáis dispuestos para sentir lo bello inculto y terrible. O lo bello bonito y ordenados, haced que os lleven al Coliseo o a San Pedro. Si fuerais a pie no llegaríais jamás, por la cantidad de cosas curiosas que se encuentran en el camino. No necesitáis ningún itinerario, ningún cicerone. En cinco o seis mañanas, vuestro cochero os hará hacer las cinco visitas siguientes:
 1.° El Coliseo  o San Pedro.
2.° La sala de Rafael en el Vaticano.
3.° El Panteón, y luego las once columnas, restos de la basílica de Antonino el Piadoso, con las cuales hizo Fontana, en 1695, el edificio de la Aduana terrestre. Aquí os llevan al llegar a Roma, si vuestro cónsul no os ha enviado una dispensa a Florencia. Aquí se aburre uno y pasa tres horas de mal humor. Una vez dejé al vetturino con mis llaves y entré en Roma como un paseante por la Porta Pia. Hay que seguir el camino exterior a las murallas, ala izquierda de la puerta del Popolo, bordeando el Muro Torto.
4.° El taller de Canova y las principales estatuas de este gran hombre dispersas en las iglesias y en los palacios: Hércules lanzando a Lycas al mar, en el bonito palacio del banquero Torlonia, duque de Bracciano, en la plaza de Venecia, al final del Corso; la tumba de Ganganelli en los Santos Apóstoles; las tumbas del papa Rezzonico y de los Estuardos en San Pedro, la estatua de Pío VI ante el altar mayor. Hay que acostumbrarse a no mirar en una iglesia más que lo que se ha ido a ver en ella.
5.° El Moisés, de Miguel Ángel, en San Pietro in Vincoli; el Cristo de la Minerva; la Pietá, en San Pedro, primera capilla a la derecha según se entra. Todo esto os parecerá muy feo, y os extrañará la honorable mención que aquí hago de ello.
6.° La Basílica de San Pablo, a dos millas de Roma, por la parte de Ostia. Observad, cerca de la puerta de la ciudad, al salir, la pirámide de Cestio. Este Cestio fue un financiero como el presidente Hénaut. Vivió en tiempos de Augusto.
7.° Las ruinas de las Termas de Caracalla, y al volver, la iglesia de San Stefano Rotondo; la columna trajana y los restos de la basílica descubierta a sus pies en 1811.
8.° La Farnesina, junto al Tíber, orilla derecha, parte etrusca. Aquí se encuentran las aventuras de Psiquis pintadas al fresco por Rafael. Id a ver la galería de Aníbal Carracci, en el palacio Farnesio, y la Aurora, del Guido, en el palacio Rospigliosi, Plaza de Monte Cavallo. Muy cerca de aquí, la iglesia de Santa María de los Ángeles, de Miguel Ángel: arquitectura sublime. La estatua de Santa Teresa en Santa María della Vittoria y, al volver, la bonita iglesita llamada Noviciado de los Jesuitas.
9.° La Villa Madama, a mitad de la falda del monte Mario. Es una de las cosas más bonitas hechas por Rafael en arquitectura. A la vuelta, ved la villa del papa Julio, a media legua de Roma cerca de la puerta del Popolo. Ved al lado el paisaje del Acqua Acetosa. El rey de Baviera ha hecho poner aquí un banco.
lO.° Las galerías Borghese, Doria, Sciarra y la galería pontificia, en el tercer piso del Vaticano.
1l.° Si os sentís dispuestos a ver estatuas haced que os lleven al Museo Pío Clementino (en el Vaticano) o a las salas del Capitolio. Las pobres cabezas que tienen el poder no permiten abrir estos museos más que una vez por semana; sin embargo, si el pueblo de Roma puede pagar los impuestos y ver un escudo, es porque un extranjero se ha tomado el trabajo de llevárselo.

Es imposible que alguna de estas cosas no os encante. Id a ver lo que os haya conmovido; buscad las cosas
parecidas. Es la puerta que la Naturaleza os abre para haceros entrar en el templo de las bellas artes. He aquí todo el secreto del talento del cicerone.


Son las recomendaciones que hace nuestro autor para ver lo más destacado de Roma en seis mañanas. Escrito el 15 de agosto de 1827.
*El subtitulo es nuestro.

martes, 12 de agosto de 2014

12 de agosto de 1827

"La primera locura se ha calmado un poco. Deseamos ver los monumentos de una manera completa. Ahora es así como gozaremos más de ellos. Mañana por la mañana vamos al Coliseo, y no lo dejaremos hasta haber examinado todo lo que hay que ver."

Es lo que escribe el 12 de agosto de 1827. Página 41 de nuestro libro.


domingo, 10 de agosto de 2014

10 de agosto de 1827



"Habiendo salido de casa esta mañana para ver un monumento célebre, nos detuvo en el camino una bella ruina, y luego la vista de un bonito palacio, al que subimos. Acabamos de errar casi por ventura. Hemos saboreado la felicidad de estar en Roma con toda libertad y sin pensar en el deber de ver.


El calor es extremado; subimos en coche muy de mañana; a eso de las diez, nos refugiamos en alguna iglesia, donde encontramos fresco y oscuridad. Sentados en silencio en algún banco de madera con respaldo, con la cabeza atrás y apoyada en el mismo, nuestra alma parece desprenderse de todas sus ataduras terrestres, como para ver lo bello frente a frente. Hoy nos refugiamos en Sant’ Andrea della Valle, frente a los frecos del Domenichino; ayer fue en Santa Prassede."

Es lo que escribe nuestro autor en 1827  en el día supuestamente más caluroso del año . Páginas 40 y 41.

Fotografía procedente de: http://romanchurches.wikia.com/wiki/File:Sant_andrea_della_valle_051211-01.JPG

domingo, 6 de julio de 2014

Santa María la Mayor



6 de julio de 1828

Basílica de Santa María la Mayor

Esta iglesia debe su origen a un milagro por el estilo del que le ocurrió a Migné en 1826.  A Migné se le apareció en el cielo una cruz inmensa; en Roma, en la noche del 4 al 5 de agosto del año 352, el papa San Liberio y Juan Patricio, rico ciudadano, tuvieron la misma visión. Al día siguiente, 5 de agosto, una nevada milagrosa cubrió exactamente el espacio que hoy ocupa la Basílica de Santa María la Mayor. Por causa del milagro, se le llamó al principio Santa María ad Nives y Santa Maria Liberiana, y finalmente Santa María la Mayor, porque es la más grande de las veintiséis iglesias consagradas en Roma a la Madre del Salvador.

En 432, el papa Sixto III agrandó esta basílica y le dio la forma que tiene hoy. Varios papas  la enriquecieron, y por último Benedicto XIV (1745) hizo reconstruir la fachada principal. Es una lástima que no se conserve la fachada primitiva, que era un pórtico de ocho columnas y un gran mosaico ejecutado por Gaddo Gaddi y Rossetti, contemporáneo de Cimabue. Era la buena época: los pintores adoraban su arte, y la pasión es persuasiva.



Benedicto XIV, Lambertini, mandó hacer esta fachada sobre planos de Fuga. Tiene dos órdenes: el pórtico
inferior, que es jónico con frontispicios, y el superior es corintio y tiene tres arcos. Subimos al pórtico superior para ver el mosaico verdaderamente cristiano de Gaddo Gaddi; en la planta baja, al lado de la puerta, hay una mala estatua de Felipe IV, que mandó oro para decorar esta iglesia, una de las cinco patriarcales.

Gracias a este oro, esta basílica parece un salón magnífico y no un lugar terrible, morada del Todopoderoso.
Verdad es que el artesonado es de una magnificencia verdaderamente regia; aquí se empleó el primer oro venido de las Indias. Treinta y seis soberbias columnas jónicas de mármol blanco dividen este inmenso salón en tres partes, de las cuales la del medio es mucho más elevada y más clara que las otras. Se cree que estas columnas proceden del Templo de Juno. Hay que pasar rápidamente ante las mediocres tumbas de Nicolás IV y de Clemente IX, para llegar a la magnífica capilla de Sixto V, en la cual reposa este papa. Este gran príncipe tuvo la fortuna de encontrar en el caballero Fontana un arquitecto un poco superior a lo mediocre. La estatua de Sixto V se mira sólo para buscar en ella la fisonomía del mismo. San Pío V, inquisidor, ocupa frente a aquel gran hombre una bella urna de verde antiguo. Esta capilla está toda revestida de mármoles preciosos, pero los cuadros, los bajorrelieves y las estatuas son mediocres.

Cuatro ángeles de bronce dorado sostienen encima del altar un magnífico tabernáculo también de bronce
dorado, en el que se conserva una parte de la cuna de Jesucristo. Entre todos los frescos que cubren las paredes de la capilla de Sixto V y de la sacristía vecina, hemos visto con gusto algunos paisajes de Paul Bril.
El altar mayor de la basílica está bajo un magnífico baldaquino sostenido por cuatro columnas de pórfido
y de orden corintio, rodeadas de palmas doradas. Este ornamento está coronado por seis ángeles de mármol; el altar está hecho de una urna antigua de pórfido que dicen perteneció a la tumba de Juan Patricio y su esposa.

El mosaico que está al fondo de la tribuna es de Turrita, hombre de talento que contribuyó al renacimiento
del arte. Los otros mosaicos de esta iglesia nos han interesado porque se remontan al año 434, y muestran lo que era el arte en Italia antes del Renacimiento (que tuvo lugar hacia 1250). El papa Paulo V eligió Santa
María la Mayor para su tumba (1620); hay que reconocer que su capilla es magnífica. Junto a su tumba mandó poner la de Clemente VIII, que le había hecho cardenal. Las estatuas de los dos papas son de Silla, de Milán. Es lástima que Paulo V, que tenía el genio de un gran señor, no encontrara un escultor mejor; su capilla está abarrotada de estatuas y de bajorrelieves, en los que se prodigaron los mármoles más ricos.

En medio de tantos objetos de arte, sólo hay que pararse en los frescos de las paredes laterales y en los arcos de las ventanas, así como en la tumba de Paulo V; estos frescos figuran entre las buenas obras de Guido Reni. Son los santos griegos y las emperatrices canonizadas; pero ¿qué importan los nombres que se den a estas figuras? La imagen de la Virgen, que está en el altar, fue pintada por San Lucas; está sobre un fondo de lapislázuli, rodeada de piedras preciosas y sostenida por cuatro ángeles de bronce dorado. Sobre la cornisa de este altar hay un bajorrelieve también de bronce dorado, representando el milagro de la nieve que dio lugar a la fundación de esta basílica.

Esta capilla de Paulo V y la del papa Corsíni, en San Juan de Letrán, dan la idea de la magnificencia y despertarían el gusto un poco obtuso de las gentes del Norte o de los habitantes de América; en Roma son poco consideradas.



Santa María la Mayor tiene dos fachadas; la del norte, que se ve desde la calle que va a la Trinitá dei Monti, fue hecha por orden de los papas Clemente IX y Clemente X (1670).

Sixto V hizo trasladar a la solitaria plaza a que da esta fachada un obelisco de granito rojo sin jeroglíficos. El
emperador Claudio lo había traído de Egipto, y estaba tirado ante el Mausoleo de Augusto, donde fue encontrado, así como el obelisco de Monte Cavallo; mide cuarenta y dos pies de alto y el pedestal veintiuno.

La calle por la que hemos ido de aquí a la Plaza de la Columna Trajana es curiosa por las subidas y bajadas.
Me ha parecido habitada por el pueblo modesto; las conversaciones que se oyen en ella revelan un carácter
sombrío, apasionado y satírico; la alegría de este pueblo es embriaguez. [...]

Es lo que escribe nuestro autor en el día de hoy de 1828, en las páginas 354 a 358 de la edición que seguimos.