La opinión corriente es que Vespasiano hizo construir
el Coliseo en el lugar donde estaban antes los estanques
y los jardines de Nerón; era aproximadamente el centro
de la Roma de César y de Cicerón. La estatua colosal de
Nerón, en mármol y de ciento diez pies, fue colocada
cerca de este teatro; de aquí el nombre de Colosseo.
Otros pretenden que este nombre viene de la extensión
sorprendente y de la altura colosal de este edificio.
Como nosotros, los romanos tenían la costumbre de
celebrar con una fiesta la inauguración de una casa nueva;
un teatro se inauguraba con un drama representado
con una pompa extraordinaria; una naumaquia, con un
combate de barcas; con carreras de carros, y sobre todo
con luchas de gladiadores, se celebraba la inauguración
de un circo; la caza de animales feroces, señalaba la
fundación de un anfiteatro. Tito, como hemos visto,
presentó el día de la apertura del Coliseo un número enorme
de fieras que fueron muertas todas. ¡Qué dulce placer
para los romanos! Si nosotros no sentimos este placer
tenemos que agradecérselo a la religión de Jesucristo.
El Coliseo está construido casi por entero con bloques
de travertino, una piedra bastante fea llena de agujeros
la toba y de un blanco tirando a amarillo. La traen de
Tívoli. El aspecto de todos los monumentos de Roma
sería mucho más agradable al primer golpe de vista si
los arquitectos hubieran tenido a su disposición la bella
piedra empleada en Lyon o en Edimburgo, o bien el mármol
con el que están haciendo el Circo de Pola. (Dalmacia).
Sobre los arcos de orden dórico del Coliseo se ven números
antiguos; cada arco servía de puerta. Numerosas escaleras
a los pórticos superior y a las gradas. Así, en pocos instantes,
cien mil espectadores podían entrar y salir del Coliseo.
Dicen que Tito hizo construir una galería que, partiendo de su
palacio del Monte Esquilino, le permitía ir al Coliseo sin
pasar por las calles de Roma. Debía de desembocar entre los
dos arcos marcados con los números 38 y 39. [...]
El arquitecto que construyó el Coliseo tuvo el valor de ser
sencillo. Se guardó de recargarlo de pequeños ornamentos
bonitos y mezquinos, como los que estropean el interior del
patio del Louvre. En Roma el gusto público no estaba
viciado por la costumbre de las fiestas y de las ceremonias
de una corte como la de Luis XIV. [...]
A los emperadores de Roma se les había ocurrido la
sencilla idea de reunir en su persona todas las magistraturas
inventadas por la república a medida de las necesidades del
tiempo. Eran cónsules, tribunos, etc. Aquí todo es
simplicidad y solidez; por eso las junturas de los inmensos
bloques de piedra, que se ven desde todas partes, toman
un carácter impresionante de grandiosidad. El espectador
debe esta sensación, que se acentúa más aún en el recuerdo,
a la ausencia de todo pequeño ornamento; toda la atención
se dedica a la masa de tan y magnífico edificio.
Recreación de la "arena"
La plaza en que tenían lugar los juegos y los espectáculos se
llamaba arena, por la arena que esparcían en el suelo los
días de juegos. Dicen que esta arena estaba antiguamente
diez pies más baja que hoy. Estaba rodeada de un muro lo
bastante alto para impedir a los leones y a los tigres lanzarse
sobre los espectadores. Esto mismo se ve hoy en los teatros
de madera destinados en España a las corridas de toros. En
este muro había unas aberturas cerradas con verjas de hierro,
por donde entraban los gladiadores y las fieras y se sacaban
los cadáveres.
En Roma, el lugar de honor está sobre el muro que rodeaba
la arena, y se llamaba podium. Desde aquí se podía gozar de
la fisonomía de los gladiadores moribundos y distinguir los
menores detalles de la lucha. Aquí se hallaban los sitios
reservados a las vestales, al emperador y a su familia, a los
senadores y a los principales magistrados.
Detrás del podium comenzaban las gradas destinadas al
pueblo; estas gradas estaban divididas en tres órdenes
llamados meniana. La primera división contenía doce
gradas, y la segunda quince; eran de mármol. Las gradas
de la tercera división eran, según se cree, de madera. Hubo
un incendio, y esta parte del teatro fue restaurada por
Heliogábalo y Alejandro. La totalidad de las gradas podía
contener ochenta y siete mil espectadores, y se calcula
que podían colocarse otros veinte mil de pie en los pórticos
de la parte superior, construidos en madera.
Sobre las ventanas del piso más alto se distinguen unos
agujeros en los que se supone que se empotraban las vigas
del velarum. Estas vigas soportaban unas poleas y unas
cuerdas, con las cuales se maniobraban una serie de
inmensas bandas de lona que cubrían el anfiteatro para
preservar a los espectadores del ardor del sol. En cuanto
a la lluvia, yo no concibo muy bien cómo estos toldos
podían preservar de las lluvias torrenciales que caen en
Roma. Edificios comparables a éste en tamaño hay que
buscarlos en Oriente, entre las ruinas de Palmira, de Balbec
o de Petra; pero esos edificios asombran sin gustar. Más
vastos que el Coliseo, jamás nos producirán la misma
impresión. Están construidos según otras reglas de
belleza a las que nosotros no estamos acostumbrados.
Las civilizaciones que han creado esta belleza han desaparecido.
Esos grandes templos altos y huecos de la India o de
Egipto sólo evocan los recuerdos innobles del despotismo;
no estaban destinados a gustar a almas generosas. Diez mil
o cien mil esclavos han muerto de fatiga en esos trabajos
asombrosos.
A medida que conozcamos mejor la Historia antigua,
¡cuántos reyes no encontraremos más poderosos que
Agamenón, cuántos guerreros tan bravos como Aquiles!
Pero estos nuevos nombres carecerán de emoción para
nosotros. Se leen las curiosas Memorias de Bober,
emperador de Oriente hacia 1340, y después de pensar
en ellas un instante, se piensa en otra cosa.
El Coliseo es sublime para nosotros porque es un vestigio
vivo de esos romanos cuya historia ha llenado nuestra
infancia. El alma encuentra relaciones entre las
grandezas de sus empresas y la de este edificio. ¿Qué lugar
en la tierra vio alguna vez una multitud tan grande y
pompas tales? Al emperador del mundo (¡y este hombre
era Tito!) lo recibían aquí los gritos de alegría de
cien mil espectadores; y ahora ¡qué silencio!
Cuando los emperadores trataron de luchar con la
nueva religión predicada por San Pablo, que anunciaba
a los esclavos y a los pobres la igualdad ante Dios, enviaron
al Coliseo a muchos cristianos a sufrir el martirio. Este
edificio fue, pues, muy venerado en la Edad Media;
por eso no ha sido destruido por completo. Benedicto XIV,
queriendo quitar todo pretexto a los grandes señores que,
desde hacía siglos, mandaban a buscar piedras al Coliseo
como a una cantera, hizo erigir alrededor de la arena
catorce pequeños oratorios, cada uno de los cuales contiene
un fresco representando un paso de la pasión del Señor. En la
parte oriental, en un rincón de las ruinas, han hecho una
capilla en la que se dice misa; al lado, una puerta cerrada
con llave indica la entrada de la escalera de madera por
la que se sube a los pisos superiores.
Al salir del Coliseo por la puerta oriental, hacia San Juan de Letrán, hay un pequeño cuerpo de guardia de cuatro hombres y el inmenso arbotante de ladrillo, hecho por Pío VII para sostener esta parte de la fachada exterior a punto de derrumbarse.
Luego, cuando el lector se haya aficionado a estas cosas, hablaré de las conjeturas propuestas por los sabios sobre las construcciones encontradas bajo el nivel actual de la arena del Coliseo, cuando se hicieron excavaciones por orden de Napoleón (1810 a 1814). Invito de antemano al lector a no creer en este género más que lo que le parezca probado, cosa importante para sus goces; es inimaginable presunción de los ciceroni romanos.
Es lo que escribe nuestro autor el día 18 de agosto de 1827, en las páginas 53 a 57 de nuestro libro.
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