6 de julio de 1828
Basílica de Santa María la Mayor
Esta iglesia debe su origen a un milagro por el estilo del que le ocurrió a Migné en 1826. A Migné se le apareció en el cielo una cruz inmensa; en Roma, en la noche del 4 al 5 de agosto del año 352, el papa San Liberio y Juan Patricio, rico ciudadano, tuvieron la misma visión. Al día siguiente, 5 de agosto, una nevada milagrosa cubrió exactamente el espacio que hoy ocupa la Basílica de Santa María la Mayor. Por causa del milagro, se le llamó al principio Santa María ad Nives y Santa Maria Liberiana, y finalmente Santa María la Mayor, porque es la más grande de las veintiséis iglesias consagradas en Roma a la Madre del Salvador.
En 432, el papa Sixto III agrandó esta basílica y le dio la forma que tiene hoy. Varios papas la enriquecieron, y por último Benedicto XIV (1745) hizo reconstruir la fachada principal. Es una lástima que no se conserve la fachada primitiva, que era un pórtico de ocho columnas y un gran mosaico ejecutado por Gaddo Gaddi y Rossetti, contemporáneo de Cimabue. Era la buena época: los pintores adoraban su arte, y la pasión es persuasiva.
Benedicto XIV, Lambertini, mandó hacer esta fachada sobre planos de Fuga. Tiene dos órdenes: el pórtico
inferior, que es jónico con frontispicios, y el superior es corintio y tiene tres arcos. Subimos al pórtico superior para ver el mosaico verdaderamente cristiano de Gaddo Gaddi; en la planta baja, al lado de la puerta, hay una mala estatua de Felipe IV, que mandó oro para decorar esta iglesia, una de las cinco patriarcales.
Gracias a este oro, esta basílica parece un salón magnífico y no un lugar terrible, morada del Todopoderoso.
Verdad es que el artesonado es de una magnificencia verdaderamente regia; aquí se empleó el primer oro venido de las Indias. Treinta y seis soberbias columnas jónicas de mármol blanco dividen este inmenso salón en tres partes, de las cuales la del medio es mucho más elevada y más clara que las otras. Se cree que estas columnas proceden del Templo de Juno. Hay que pasar rápidamente ante las mediocres tumbas de Nicolás IV y de Clemente IX, para llegar a la magnífica capilla de Sixto V, en la cual reposa este papa. Este gran príncipe tuvo la fortuna de encontrar en el caballero Fontana un arquitecto un poco superior a lo mediocre. La estatua de Sixto V se mira sólo para buscar en ella la fisonomía del mismo. San Pío V, inquisidor, ocupa frente a aquel gran hombre una bella urna de verde antiguo. Esta capilla está toda revestida de mármoles preciosos, pero los cuadros, los bajorrelieves y las estatuas son mediocres.
Cuatro ángeles de bronce dorado sostienen encima del altar un magnífico tabernáculo también de bronce
dorado, en el que se conserva una parte de la cuna de Jesucristo. Entre todos los frescos que cubren las paredes de la capilla de Sixto V y de la sacristía vecina, hemos visto con gusto algunos paisajes de Paul Bril.
El altar mayor de la basílica está bajo un magnífico baldaquino sostenido por cuatro columnas de pórfido
y de orden corintio, rodeadas de palmas doradas. Este ornamento está coronado por seis ángeles de mármol; el altar está hecho de una urna antigua de pórfido que dicen perteneció a la tumba de Juan Patricio y su esposa.
El mosaico que está al fondo de la tribuna es de Turrita, hombre de talento que contribuyó al renacimiento
del arte. Los otros mosaicos de esta iglesia nos han interesado porque se remontan al año 434, y muestran lo que era el arte en Italia antes del Renacimiento (que tuvo lugar hacia 1250). El papa Paulo V eligió Santa
María la Mayor para su tumba (1620); hay que reconocer que su capilla es magnífica. Junto a su tumba mandó poner la de Clemente VIII, que le había hecho cardenal. Las estatuas de los dos papas son de Silla, de Milán. Es lástima que Paulo V, que tenía el genio de un gran señor, no encontrara un escultor mejor; su capilla está abarrotada de estatuas y de bajorrelieves, en los que se prodigaron los mármoles más ricos.
En medio de tantos objetos de arte, sólo hay que pararse en los frescos de las paredes laterales y en los arcos de las ventanas, así como en la tumba de Paulo V; estos frescos figuran entre las buenas obras de Guido Reni. Son los santos griegos y las emperatrices canonizadas; pero ¿qué importan los nombres que se den a estas figuras? La imagen de la Virgen, que está en el altar, fue pintada por San Lucas; está sobre un fondo de lapislázuli, rodeada de piedras preciosas y sostenida por cuatro ángeles de bronce dorado. Sobre la cornisa de este altar hay un bajorrelieve también de bronce dorado, representando el milagro de la nieve que dio lugar a la fundación de esta basílica.
Esta capilla de Paulo V y la del papa Corsíni, en San Juan de Letrán, dan la idea de la magnificencia y despertarían el gusto un poco obtuso de las gentes del Norte o de los habitantes de América; en Roma son poco consideradas.
Santa María la Mayor tiene dos fachadas; la del norte, que se ve desde la calle que va a la Trinitá dei Monti, fue hecha por orden de los papas Clemente IX y Clemente X (1670).
Sixto V hizo trasladar a la solitaria plaza a que da esta fachada un obelisco de granito rojo sin jeroglíficos. El
emperador Claudio lo había traído de Egipto, y estaba tirado ante el Mausoleo de Augusto, donde fue encontrado, así como el obelisco de Monte Cavallo; mide cuarenta y dos pies de alto y el pedestal veintiuno.
La calle por la que hemos ido de aquí a la Plaza de la Columna Trajana es curiosa por las subidas y bajadas.
Me ha parecido habitada por el pueblo modesto; las conversaciones que se oyen en ella revelan un carácter
sombrío, apasionado y satírico; la alegría de este pueblo es embriaguez. [...]
Es lo que escribe nuestro autor en el día de hoy de 1828, en las páginas 354 a 358 de la edición que seguimos.