[...] Italia tiene siete u ocho centros de civilización. El acto más sencillo se realiza de una manera completamente diferente en Turín y en Venecia, en Milán y en Génova, en Bolonia y en Florencia, en Roma y en Nápoles. Venecia, a pesar de las desventuras inauditas que van a aniquilarla, tiene la franca alegría; Turín, la biliosa aristocracia. La bondad milanesa es tan célebre como la avaricia genovesa. Para ser considerado en Génova, es preciso no gastar más que la cuarta parte de la renta,
y, si se es viejo y rico, jugar malas pasadas a los hijos; por ejemplo, introducir en sus contratos de bodas cláusulas insidiosas. Pero en este mundo todo está lleno de excepciones. La casa de Italia donde con más gracia se recibe a los extranjeros es la del señor marqués de Negro, en Génova. La situación de la Villetta, parque de este simpático hombre, es única por lo bella y pintoresca; y he conocido aquí un médico célebre que se enfada cuando los ingleses quieren pagarle una visita. A pesar de este rotundo contraste, no por esto deja de ser Génova la ciudad de la avaricia; diríase una pequeña ciudad del mediodía de Francia.
Los boloñeses son fogosos, apasionados, generosos y, a veces, imprudentes. En Florencia, hay mucha lógica, mucha prudencia y hasta mucho ingenio; pero en mi vida he visto hombres más exentos de pasiones; hasta el amor es aquí tan poco conocido, que el placer ha usurpado su nombre. Las pasiones grandes y profundas residen en Roma. En cuanto al napolitano, es esclavo de la sensación del momento; tan lejos está de acordarse de lo que sentía ayer, como de prever el sentimiento que le
agitará mañana. Creo que no se encontrarían en los dos extremos del universo unos seres tan opuestos y que se entiendan tan poco como el napolitano y el forentino.
Son más alegres los de Siena, que está sólo a seis leguas de Florencia, mientras que los de Arezzo son apasionados. En Italia, todo cambia cada diez leguas. En primer lugar, las razas son diferentes. Imaginemos dos islas del mar del Sur pobladas, por azar, de perros lebreles y de barbudos; una tercera está llena de épagneuls; una cuarta, de perrillos mopses ingleses. Las costumbres son diferentes. (gracias a lo exagerado de la comparación, captaréis todo el alcance de la diferencia que la experiencia pone entre el flemático holandés, el oriundo de Bérgamo, medio loco por la extremada viveza de sus pasiones, y el napolitano, medio loco por la impetuosidad de la sensación del momento.
Mucho antes de los romanos, Italia estaba dividida en veinte o treinta poblados, no sólo extraños los unos a los otros, sino enemigos. Estos estados, conquistados más o menos tarde por los romanos, conservaron sus costumbres y probablemente su lenguaje. Recobraron su individualidad cuando la invasión de los bárbaros, y reconquistaron su independencia en el siglo IX, cuando la creación de las célebres repúblicas de la Edad Media. Así, el efecto de la diferencia de las razas ha sido forti?cado por los intereses políticos.
¿Cinco o seis pequeños detalles de costumbres hubieran mostrado más claramente lo que he procurado indicar con estas frases tan graves?.
Es lo que escribe nuestro autor en la susodicha fecha en las páginas 103 a 105 de la edición que seguimos.