domingo, 23 de febrero de 2014

Funerales de León XII, 2

Anoche hemos asistido, por gran favor, a un espectáculo lúgubre. En esta inmensa iglesia de San Pedro, unos carpinteros, alumbrados por siete u ocho antorchas, clavaban definitivamente el ataúd de León XII. Unos albañiles lo alzaron luego con unas cuerdas y una grúa hasta encima de la puerta, donde reemplaza a Pío VII. Estos obreros no han dejado de bromear todo el tiempo; eran bromas maquiavélicas, agudas, profundas y malévolas. Estos hombres hablaban como los demonios de la Panhypocrisiade de Lemercier; nos hacían daño. Una de nuestras compañeras de viaje, que tenía lágrimas en los ojos, obtuvo el honor de dar dos martillazos para clavar un clavo. Jamás olvidaremos este lúgubre espectáculo; hubiera sido menos horrible si hubiésemos amado a León XII.

Por fin han terminado las exequias.

El cardenal della Somaglia acaba de cantar una misa del Espíritu Santo con ocasión de la apertura del Cónclave. Esta ceremonia ha tenido también lugar en la capilla del coro, en San Pedro, cuya barandilla dorada está ornada de tantas estatuas desnudas. Este contrasentido nos ha perseguido todo el tiempo de las exequias. Hoy, monseñor Testa ha predicado en latín sobre la elección del Papa. Demasiado aburrido y falso; todo el mundo parecía pensar en otra cosa.

El partido ultramontano entre los cardenales se llama, no sé por qué, el partido sardo; hoy dicen que saldrá vencedor. El papa futuro continuará el reinado de León XII en lo interior y no tendrá la misma moderación en sus relaciones con las potencias extranjeras. Estos viejos cardenales tienen que tener el corazón de
bronce para resistir a la perspectiva de los últimos momentos de León XII. Yo quisiera, ante todo, ser amado por los que me rodean.

Esta tarde, a las veintidós (dos horas antes de la puesta del sol) fuimos a ver la procesión de los cardenales entrando en el Cónclave. Esta ceremonia ha tenido lugar en la Plaza de Monte Cavallo, en torno a los caballos de tamaño colosal. La cruz que precedía a los cardenales estaba vuelta hacia atrás, es decir, que estos señores podían ver el cuerpo del Salvador. Todas estas cosas tienen un sentido místico que monseñor N... tiene la bondad de explicarnos. Cada cardenal iba acompañado de su conclavista, que, según creo, toma el título de barón al salir del Cónclave.

Como a la reunión de los cardenales se le rinden los honores debidos a un soberano, estos señores estaban
rodeados de guardias nobles y de suizos de gran uniforme del siglo XV. Este uniforme nos ha parecido de muy buen gusto en esta ocasión.

La procesión comenzaba por los cardenales obispos; hemos contado cinco: Sus Excelencias della Somaglia,
Pacca, Galeffi, Castiglioni y Beccazzoli. El pueblo decía en torno a nosotros que uno de estos señores será papa. Detrás de ellos iban veintidós cardenales sacerdotes, con el cardenal Fesch a la cabeza, y por último, cinco cardenales diáconos. Monseñor Capeletti, gobernador de Roma y director general de la policía, caminaba al lado del cardenal decano, monseñor della Somaglia. Esta procesión fue recibida a la puerta del Cónclave por una comisión de cinco cardenales, entre los que estaba el cardenal Bernetti; por esta razón no le vimos en la procesión, donde le buscaban con los ojos todos los extranjeros, y sobre todo los que han llegado hoy. Nos fuimos a comer, y, como unos verdaderos papanatas, volvimos a la Plaza de Monte Cavallo a las tres de la noche (ocho y media de la noche) a esperar las tres campanadas famosas. Sonaron; salieron del Cónclave todas las personas ajenas al mismo; el príncipe Chigi montó su guardia, y los cardenales quedaron encerrados.

¿Cuándo saldrán? Todo esto puede ser largo. No se decidirá nada hasta que llegue el cardenal Albani, legado en Bolonia, que tiene el secreto de Austria, es decir, que está encargado de su veto (ya sabéis que en el Cónclave de 1823, el cardenal Albani puso el veto al cardenal Severoli).

Ya se supone que no puedo decirlo todo. Circulan por Roma versos deliciosos; es la fuerza de Juvenal unida a la locura de Aretino.

Estos versos dicen que hay tres partidos bien constituidos: el partido sardo o ultra, que pretende que hay que gobernar a la Iglesia y los Estados del papa del modo más severo. Este partido lo dirige el cardenal Pacca.

El partido liberal, dirigido por el cardenal Bernetti.

El partido austriaco del centro, cuyo jefe es el cardenal Galecti, un hombre instruido y amante de las artes.
Lo singular para nosotros, ignorantes, es que los jesuitas son del partido del centro. ¿Es para traicionarle? «Il tempo è galantuomo», dice monseñor N...; es decir, que sabremos la verdad cuando acabe el Cónclave.

¿La esperaremos en Roma? Pensábamos ponernos en camino en cuanto se cerrase el Cónclave. Pero hace frío, y vamos al norte con la tramontana de frente; pero nuestras compañeras de viaje desean ver la coronación de un papa. Acaba de quedar decidido, bien a pesar mío, que esperaremos este gran acontecimiento tres días. Nuestros amigos ingleses han hecho apuestas enormes sobre esto. Apuestan mil quinientas guineas contra mil a que el Cónclave durará más de treinta veces veinticuatro horas, o sea más de setecientas veinte horas. [...]

Es lo que escribe nuestro autor el 23 de febrero de 1829. Páginas 497 a 500.

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